
El proyecto fue presentado como un gesto simbólico para proteger una tradición popular. Sin embargo, el debate dejó al descubierto una discusión incómoda: hasta dónde puede llegar el Estado local cuando decide “ordenar” una actividad informal que históricamente funcionó sin tutela política.
La visión oficial: orden, circuito y formalización
El impulsor de la iniciativa, el concejal justicialista Emiliano Vargas Aignasse, defendió la norma como una herramienta para jerarquizar la achilata y convertirla en un activo turístico. La ordenanza propone crear una “ruta de la achilata”, con puntos definidos por el municipio, integrando a los vendedores a un circuito oficial.
Desde el oficialismo se argumenta que el esquema permitiría:
- Atractivo turístico: un recorrido urbano que ponga en valor un producto identitario.
- Control sanitario: carritos habilitados por Bromatología.
- Formalización laboral: inscripción como monotributistas, con acceso a obra social y aportes jubilatorios.
- Competencia regional: imitar modelos de Salta o Santiago del Estero para no quedar relegados.
El mensaje es claro: ordenar para integrar. Pero la letra chica despierta sospechas.
La denuncia opositora: “coerción sindical”
Desde la oposición, la reacción fue inmediata. El concejal radical Leandro Argañaraz calificó la ordenanza como un “escándalo de coerción”, al advertir que detrás del discurso turístico se esconde un sistema que condiciona el derecho a trabajar.
Según su denuncia, la norma no amplía libertades, sino que las restringe: limita dónde vender, cómo hacerlo y bajo qué condiciones. En ese marco, la achilata deja de ser una actividad libre para transformarse en una práctica regulada, intermediada y potencialmente capturada por intereses gremiales.
El cuestionamiento va más allá del helado. Apunta a una lógica repetida en la política local: usar la formalización como excusa para controlar, y el interés cultural como pantalla para disciplinar.
Un debate que excede a la achilata
El trasfondo del conflicto es ideológico. ¿El Estado debe facilitar o condicionar? ¿Promover tradiciones implica administrarlas? ¿Formalizar es integrar o someter?
Para muchos vendedores ambulantes, el riesgo es concreto: pasar de una economía flexible —precaria, pero autónoma— a un sistema de permisos, rutas oficiales y costos fijos que pueden dejarlos afuera. Para el municipio, el desafío es mostrar orden sin asfixiar.
Cuando una tradición necesita permiso para existir, deja de ser cultura y pasa a ser expediente.
La polémica por la achilata expone una tensión más amplia en Tucumán: un Estado que dice proteger lo popular, pero avanza sobre su espontaneidad. En nombre del turismo y la formalidad, la pregunta queda abierta: ¿se está jerarquizando una tradición o domesticándola?




