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¿Y si el subsidio lo recibe el usuario?

Mientras el Estado sigue discutiendo cómo sostener un sistema de transporte que hace años no funciona, los usuarios ya tomaron una decisión. No fue en una elección ni en una audiencia pública: fue todos los días, desde el celular, cuando eligen cómo moverse por la ciudad. En Tucumán, ese dato incómodo tiene nombre propio: Didi y Uber.

Uber crece en Tucumán no por ideología, sino por elección: previsibilidad, tiempo y servicio.

No es ideología. No es rebeldía. Es lógica cotidiana. El usuario elige lo que llega, lo que es previsible, lo que no lo hace perder tiempo ni dinero. Y eso debería obligarnos a replantear una pregunta de fondo: ¿por qué seguimos subsidiando empresas en lugar de subsidiar personas?

Durante décadas, el modelo fue siempre el mismo. Subsidios a la oferta: colectivos  sostenidos por transferencias públicas permanentes, con la promesa de tarifas accesibles y servicio garantizado. El resultado está a la vista. Empresas con déficit crónico, aumentos de boleto recurrentes, paros, frecuencias irregulares y un usuario cautivo, sin margen real de elección. El sistema no mejora, pero el gasto público crece.

El dato más revelador no está en un informe técnico, sino en el comportamiento social. Cuando aparece una alternativa que ofrece mejor servicio, tiempos claros y precios previsibles, la gente la usa. Uber no creció porque alguien lo impuso, sino porque resolvió un problema concreto. El usuario votó con sus decisiones. Y lo sigue haciendo.

Ahí es donde aparece el cambio de paradigma que la política todavía esquiva: pasar de subsidiar la oferta a subsidiar la demanda. Que el dinero no vaya a la empresa, sino a la persona. Que el Estado garantice acceso a la movilidad, pero deje que sea el usuario quien elija cómo usar ese subsidio.

El esquema no es ciencia ficción. Puede tomar muchas formas: un voucher de transporte, un saldo mensual subsidiado, una SUBE interoperable que funcione tanto en colectivos como en taxis o plataformas digitales. El punto central es uno solo: que el subsidio siga a la decisión del ciudadano y no a estructuras que sobreviven desconectadas de la calidad del servicio.

Este modelo tiene virtudes evidentes. Introduce competencia real, obliga a mejorar, reduce el gasto improductivo y transparenta el uso de fondos públicos.

También tiene resistencias claras. Sindicatos, empresas protegidas y una política acostumbrada a administrar cajas antes que resultados. No es una resistencia moral, es estructural. Pero evitar el debate no hace que el problema desaparezca. Al contrario: lo profundiza. Seguir subsidiando sistemas que no funcionan no protege al usuario ni al trabajador. Solo posterga una transformación inevitable.

El problema del transporte en Tucumán no es Uber. Tampoco es el colectivo. El problema es un Estado que sigue financiando estructuras en lugar de garantizar derechos. Cuando el subsidio llega al usuario y no a la empresa, el sistema deja de ser un rehén y empieza a ordenarse solo.

La pregunta ya no es si el cambio va a llegar. La pregunta es cuánto más vamos a tardar en aceptar que la gente, hace rato, ya eligió.

Por Máximo García Hamilton – QuéDIARIO

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